jueves, 29 de diciembre de 2016

LOS REYES DE ORIENTE

—No hay duda ya. Esa estrella se está moviendo.
—Majestad. El príncipe solicita su presencia. Dice que hay revueltas y…
—Paparruchas. Reúne a mi séquito y manda emisarios a Baltasar y a Gaspar. Seguimos a esa estrella a donde nos lleve. Que les digan que se dirige a Occidente, aunque espero que esos jovenzuelos ya lo hayan deducido por sí mismos.
—Mi señor, vuestro reino os necesita.
—Tonterías. No soy más que un viejo cascarrabias al que le gustan los astros. Que se ocupe mi hijo. Chaval, nos vamos. Coge todo el oro que puedas. No sé cuánto nos tendrá nuestro lucero viajero caminando, pero no va a ser barato –se detuvo un instante al darse cuenta de que le había salido una rima y soltó una pequeña risilla.
—Pero… sí, Majestad.
El paje sonrió. No podía evitarlo, le gustaba su rey. Suspirando dio las órdenes y reunió todo lo necesario para el viaje.


La alarma de la nave lo envolvía todo.
—Teniente, ¿puede apagar ese maldito estruendo? ¿Qué es esta vez?
—Lo intento; pero nada funciona como debería. Podría ser cualquier cosa.
—Bueno. Tú cállalo. —El comandante Hobbes pulsó tres botones de dirección. Debía ir con mucho cuidado. No podía mover a la BrightStar demasiado rápido o los habitantes les detectarían. La tecnología había avanzado muchísimo, pero la aleación del casco seguía reflejando la luz. Y no podían alejarse lo suficiente de la superficie o los aparatos no captarían nada. Así que únicamente bajaban de noche, camuflados entre el resto de estrellas. Alterar el flujo natural del tiempo sería el peor resultado posible. Las paradojas temporales tenían a la comunidad científica aterrorizada. Un solo paso en falso y podrían causar un cataclismo temporal. Aquella no era la primera expedición temporal que se hacía; pero sí la que más se estaba arriesgando, nadie había orbitado tan bajo—. ¿Cómo van esos cálculos, Charlotte? ¿Estamos bien?
Oui, comandante. Las oscilaciones temporales permanecen estables. Los patrones astrales parecen corresponder a nuestro año 0. Aunque claro, no es seguro que nuestro año 0 sea el correcto. Ya sabe los líos que hubo con el calendario y demás.
—Bueno, por eso venimos con tiempo de margen. Así podemos echar un vistazo por toda la Tierra y ver cómo era todo en el famoso año 0.
—¿Cree usted que harán una peli de esto? ¡El Salvador de la Humanidad, el Documental!
—Cállate, Jackie Chan. Tú adoras a Goku como buen chinorri; pero algunos todavía creemos, por mucho que haya avanzado la ciencia. Y apaga de una vez esa maldita cosa.
—Si conseguimos volver a nuestro tiempo le voy a meter un puro por racista que se va a cagar, comandante.
—Cuando volvamos, teniente Sato, cuando volvamos. No nos gafes.
—Claro, señor. Menos mal que tenemos a la experta. Y menuda experta ¿eh? –el risueño treintañero le guiñó un ojo, tratando de hacerse el gracioso. Maldita política de integración racial. La sección temporal de la NASA no podía basarse en sus modales, Hobbes lo entendía; pero tenía que haber otro asiático tan listo como aquel payaso que fuera más digerible.
—Ni caso, Charlotte. Tú a lo tuyo, que lo haces muy bien. No quiero acabar en algún agujero negro no controlado. Y oficial Herrera, no deje de registrar ni un solo detalle, ¿eh?
El hombre asintió, sin dejar de teclear a toda prisa en el ordenador de a bordo. Estaba pasando a una unidad de memoria los datos que captaban con las cámaras de gran angular, de infrarrojos y de decenas de otros cachivaches que les habían colocado. Para evitar problemas, las órdenes eran  esconder el cacharro en algún lugar de la órbita que no pudiera ser encontrado salvo por la tripulación de la BrightStar. Así nadie podría toparse con él por casualidad antes de lo planeado.
—Bueno… —el comandante Hobbes no pudo reprimir la coletilla que lo caracterizaba. Le sucedía siempre que se ponía nervioso. Y entre los saltos transtemporales,  el pitidito, y lo buena que estaba la maldita experta del tiempo no había quien se relajara en aquella maldita nave—. Estoy mayor para estos trotes… T menos 129.689 horas, ¿copias, Herrera?
—Sí, señor. 3 meses para Belén, copiado.
—¿Pero Navidad no era en diciembre? –comentó burlón el teniente justo cuando el pitido dejó de sonar—. Ya está.
—Cállate, Sato. Te juegas limpiar los filtros hasta que lleguemos. Como sigas...
—Señor... creo que nos han visto -le interrumpió el calmado oficial latino-. Hay una caravana siguiendo nuestra trayectoria y mirando directamente hacia nosotros. No había dicho nada porque creía que era una casualidad, pero llevan ya una semana tras nuestra estela.
—Mierda. Preparaos para el ascenso, vamos a desaparecer del cielo.
—¡No, comandante! –inquirió alarmada la oficial Charlotte Lombrad—. Las oscilaciones temporales son estables, eso quiere decir que no estamos alterando la historia. Si nos siguen desde hace una semana es que nos tenían que seguir. No podemos modificar la historia.
—¡Ja! –se rió el teniente Sato—.  Ya sabemos qué era la Estrella que les guió hasta el portal de Belén.


viernes, 25 de noviembre de 2016

NO ERES DÉBIL

—Fea. ¿A dónde vas con esa ropa?
—Déjame, no voy mal –Belén se apretó la falda verde que tanto le gustaba. Le llegaba por las rodillas, justo por encima; pero le quedaba estupenda.
—¿Tú te crees que vas a salir con ese moratón asomando en la mejilla? Van a decir que te maltratan. Y ha sido culpa tuya, tú te lo ganaste. Eres una escoria.
—No soy una escoria –se mordió el labio, acobardada—. Y sí me maltratan, no es culpa mía.
—¿Pero qué dices? ¿Qué harías tú sola? ¿Qué sería de tus hijos? No tienes dinero.
—Hay ayudas para eso. Y estarán mejor lejos de aquí.
—¡Pf! –bufó—. Eso es todo una mentira. ¿Qué podrías hacer tú? Si eres débil, ¡débil!
—No soy débil –Belén se armó de valor y fulminó a aquellos acusadores ojos que la despreciaban—. ¡No soy débil!
Belén controló su acalorada respiración. En su reflejo podía apreciar como la floreciente determinación iba sustituyendo al miedo. Con toda la fuerza que pudo reunir, apartó la mirada del espejo y dio el primer paso para denunciar a su torturador y escapar de aquel infierno. Saldría de allí y sacaría a sus hijos. Tendrían una buena vida. No era débil.

martes, 22 de noviembre de 2016

Miradas, luces y reflejos

Cuando se vieron por primera vez, él estaba radiante, y ella se sintió inundada de luz. En ese momento, supieron que el propósito de su existencia vivía en su mirada mutua, muda de palabras.

Él continuó su camino, y ella el suyo; caminos diversos, pero que de tiempo en tiempo les permitían volverse a encontrar. Él la hacía sentirse más hermosa que nunca cada vez, y cada vez volvían a tener que separarse, pues ambos sabían que su destino nunca sería estar juntos.

Una noche, ella no pudo evitar presenciar una acalorada discusión entre un hombre y una mujer a través de la ventana. No podía oír lo que decían, pero comprendía el mensaje que transmitían las perladas lágrimas de ella y el brillo sudoroso de él.

Ella le miró, él la miró; se miraron, y él comprendió. Ellos nunca podrían disfrutar del privilegio de la unión que aquella pareja parecía destinada a romper… pero tenían que hacer algo. Y había algo que podían hacer.

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El hombre despertó y levantó la cabeza, sorprendido por los extraños tonos de luz que se filtraban por los sucios cristales. Salió al exterior, repentina y completamente despejado.

Vio venir a su mujer, como cada tarde que venía para llevárselo borracho a casa. Al mirarla a los ojos, quedó atrapado en la luminosidad reflejada que sacaba la belleza más profunda de su interior, como si su alma quedara al desnudo. En ese instante su interior se fundió, y un solitario destello de arrepentimiento y amor entrelazados se deslizó suavemente por su curtida mejilla.


Juntos, se dieron la mano y levantaron la vista. No recordaban haber visto nunca un horizonte tan hermoso. Curiosamente, el sol y la luna parecían fundirse en un abrazo.

lunes, 21 de noviembre de 2016

LIBRE

-¡POLICÍA, ABRA LA PUERTA!
Luis se abalanzó sobre la pistola que descansaba en el fregadero de la cocina. Ésa era la buena, la que no se encasquillaba.  Mientras, su resistente puerta se quejaba, conteniendo a los maderos todo el tiempo que podía.
-María, sácalo todo por la terraza. Llévate el dinero. Ganaré tiempo para que puedas escapar.
Vio a su mujer levantarse a toda prisa de la mesa en la que estaban preparando la mercancía y apuntó con el cañón del arma hacia la puerta. En el preciso momento en el que la madera cedió, Luis disparó. El suyo fue el primero, pero no el único disparo. Y luego dolor, mucho dolor. Miró hacia abajo y vio cómo su sudada camisa blanca se teñía rápidamente de rojo.

-¡POLICÍA, ABRA LA PUERTA!
Marcos, miembro de la Unidad Antidroga, anunció su llegada justo antes de que los de Fuerzas Especiales comenzaran a embestir la puerta con el ariete. Escuchó a alguien gritar al otro lado y preparó su revólver. Siempre le había gustado sentirse un poli americano al desenfundar su brillante revólver. Por fin, al quinto golpe, la madera cedió. El narcotraficante al que habían ido a detener les disparó, así que se cubrieron tras el umbral. Otro disparo. Y silencio. Marcos asomó la cabeza y vio a una mujer con las lágrimas anegando sus párpados y una radiante sonrisa. Sostenía una pistola humeante y miraba al narco a sus pies, desangrándose.

-¡POLICÍA, ABRA LA PUERTA!
María sintió cómo el corazón le daba un vuelco. Luis se levantó y cogió la pistola que habían dejado en la cocina. Ella sonrió. Por fin.
-María, sácalo todo por la terraza. Llévate el dinero. Ganaré tiempo para que puedas escapar.
Ella se levantó, con gesto decidido. Su primer impulso fue obedecer; pero el dolor en la mejilla, el moratón más reciente, le hizo detenerse. Miró en derredor. Junto a las montañas de polvo blanco y los paquetes en los que habían llegado, asomaba la otra pistola de su marido. El miedo, el dolor, la desesperanza… se agolparon en su corazón y la espolearon. Cogió el arma, quitó el seguro  y apuntó. Allí estaba Luis, su marido, el ser al que en su día había querido y ahora no era más que su demonio torturador particular. Pero no se atrevió. Por fin, la madera cedió y aparecieron los policías, embutidos en sus armaduras. El susto por el disparo de Luis le hizo contraer el dedo del gatillo. Vio a su marido mirarse el pecho y caer de frente. Lo había hecho. Había superado a su carcelero. Esbozó una sonrisa mientras las lágrimas se precipitaban desde sus ojos. Los policías se asomaron. María bajó el cañón del arma, absorta en el desplomado Luis.

-No será como tú quieres nunca más, Luis. Ahora soy libre. Ahora decido yo.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Crónica de un amor que no supo crecer

En el principio era el corazón, y el corazón lo era todo; pero poco a poco, el calor y las promesas del verano se tornaron en miradas caídas y silencios vacíos cada vez más elocuentes. Sólo la acogedora hoguera que encendieron sus hijos fue capaz de mitigar el duro invierno que sobrevino; pero el hogar se apagó con su partida, y la tan ansiada primavera nunca llegó.

La mujer y el hombre finalmente murieron, y solo sus cadáveres ambulantes quedaron para testimoniar que alguna vez respiró vida su existencia.

En el principio era el corazón... pero el corazón no lo era todo al fin y al cabo.


miércoles, 2 de noviembre de 2016

Metro

Era una noche como otra cualquiera. Salía de cenar con mis amigas y de tomar una copa. Recorrí el trecho que separaba del bar hasta la estación del metro mientras me despedía de las chicas. Era lo suficientemente pronto como para coger el último tren y lo suficientemente tarde para que los vagones estuvieran vacíos. Llegué al andén y vi con resignación el cartel que indicaba que había que esperar 15 minutos para el último trayecto.

El frío invernal entraba por el túnel, oscuro y lúgubre, como la boca de un monstruo que aúlla en silencio. Me arrebujé en mi abrigo y aproveché para cambiar los tacones por sandalias. El andén estaba vacío desierto. Las luces titilaban como indicando que el Metro se iba a dormir. Tras quince minutos, que se hicieron eternos al estar sin batería en el móvil, el tren hizo su entrada en la estación.

El vagón era de los antiguos, desvencijado y con olor a viejo. Es de los pocos trenes vetustos que aún circulan, como ancianos orgullosos que recuerdan a los jóvenes que aún pueden caminar sin ayuda. Me senté y, justo cuando estaban a punto de cerrarse las puertas, aparecieron tres chicos, que entraron al vagón en el último momento, salvados por la campana.

Los chicos eran jóvenes, no llegarían a la treintena. El del medio iba sujetado por sus dos amigos, con un brazo alrededor de cada uno de sus compañeros, la cabeza gacha y arrastrando los pies. Entre los tres desprendían un fuerte olor a alcohol y a sudor. Me pareció extraño ver a alguien tan borracho a la una de la madrugada. No eran adolescentes con toque de queda.

Los tres se sentaron en frente de mí, sentando recto a su compañero alcoholizado en el medio. Al levantarle la cabeza clavó en mí su mirada. Sus ojos eran azules, de mirada fría, y penetrante. Desvié la mira incómoda. Él no la apartó. Fingí interés en el mapa de la línea 6 situado sobre la cabeza de los muchachos, pero seguía sin apartar la vista de mí. Volví a cruzar la mirada con él y agaché la cabeza cohibida.

En la siguiente estación nadie se subió y el tren volvió a arrancar. Yo me revolvía nerviosa en mi asiento y él seguía clavando su mirada en mi rostro. Miré a sus amigos. Cada uno miraba hacia un lado del vagón, sumidos en sus pensamientos, con cara seria y demacrada. Miré de reojo a mi alrededor como buscando ayuda, aun sabiendo que el tren estaba vacío.

El miedo empezó a inundarme. Mi padre siempre me decía que no le gustaba que volviese sola por la noche y empezaba a entender por qué. Un sudor helado me empezó a recorrer la nunca. Seguía mirándome con descaro, sin apartar la vista. Parecía que no parpadeaba, no movía ni un músculo del rostro. Eso era lo que me daba pánico. No tenía cara de pervertido, no hacía muecas extrañas, no sonreía. Simplemente clavaba sus ojos azules en mí, atravesándome la piel, con una expresión indescifrable.

El miedo me impedía moverme, aunque por otro lado no tenía escapatoria. No sabía si esperar a que se bajasen o apearme en la siguiente parada. Intentaba ser invisible ante ese hombre que me traspasaba con la mirada. Me armé de valor para bajarme en la siguiente estación. Justo cuando estaba a punto de levantarme uno de ellos hizo ademán de ponerse en pie y me quedé clavada en el asiento. Su compañero le hizo un gesto y se quedaron los tres en su sitio.

Para mi alivio, un señor entró en nuestro vagón en ese momento. Un hombre elegante, perfectamente vestido, de mediana edad, con pelo cano y rostro serio. El hombre se sentó a mi lado. Una parte de mi estaba aliviada, y la otra parte seguía muerta de miedo. Pese a la entrada del hombre, el chico de en frente no había apartado la mirada de mí en ningún momento. Parecía que ni se había dado cuenta de que alguien más había entrado en el tren.

Empecé a notar que el hombre sentado a mi izquierda me miraba y miraba a los chicos. Me miraba y les volvía a mirar. Durante un rato noté como le observaba. Yo ni me moví. Seguía sentada, como una estatua, tensa, con el cuerpo perlado de sudor y con el corazón a punto de saltarme del pecho. De repente noté como el hombre me agarraba del brazo, firme pero con delicadeza. Yo cerré los ojos mientras una lágrima solitaria me corría por la derecha. El hombre se inclinó y me dijo al oído:

-En la siguiente estación bájate conmigo.

Los segundos hasta la siguiente estación se me hicieron interminables mientras mi cerebro bullía a toda velocidad. No conocía a aquel hombre pero estaba aterrorizada ante esa mirada que trataba de desnudarme hasta el alma. Al llegar a la siguiente estación me intenté levantar pero me fallaron las piernas. El hombre me agarró del brazo con gentileza y me ayudó a salir. Los tres chicos parecieron ni se inmutaron ante nuestra ausencia.

Estaba temblando como una hoja, con el corazón palpitando y me flaqueaban las piernas, pero aun así conseguí mantenerme de pie. Miré al hombre que me había sacado del vagón que me miraba con una mezcla de compasión y tristeza. Le miré haciéndole una muda pregunta: ¿por qué?

El hombre me rodeó el brazo con los hombros mientras me acompañaba a la salida y me dijo:


-Te he sacado del vagón porque, el hombre que te observaba fijamente, estaba muerto.

Brillante carta de despedida

Queridos,

En estos mis últimos momentos, antes de traspasar el umbral de lo desconocido, he aquí mi epílogo.

Mi vida siempre ha sido movimiento, más rápido que nada de lo que existe; y a pesar de mi prisa, siempre he encontrado tiempo para detenerme y llenar la existencia de color.

Sin embargo, ahora me atenaza el miedo… mi familia me ha abandonado,  inexorable e inexplicablemente, y en mi cada vez más triste soledad siento que no hago más que dar vueltas en círculos cada vez más rápido. No soy capaz de ver más allá de este negro agujero, y el vacío se extiende delante de mí, cada vez más estoy más cerca…ha llegado el momento de mi despedida de este mundo.

No sé qué será de mí ahora; pero os deseo que viváis radiantes por el resto de vuestras vidas. Yo viviré por siempre en vuestras fotografías, y algún día, cuando vuestra triste condición material os abandone y alcancéis por fin la luz, recordaréis mis palabras.

Se despide vuestro amigo, siempre a vuestro lado,


Fotón

Miedo onírico

La rosa nunca había sido tan hermosa.
El espejo me sonreía desde el caleidoscopio.

Algo iba a salir terriblemente mal.

En algún lugar, en algún momento

...¡ts!....¡ay, me haces daño! –sssshhhhh, no hagas ruido…voy a echar un vistazo, puede que se hayan ido ya………….
…………………………………
…¿Jimmy?...........
…¿Jimmy, estás ahí?...........
…Jimmy, tengo miedo, me estás asustando………….
…………………………………
…………………………………
…¿Elsa?...........
…¿Elsa, estás ahí?..........

¡¡¡¡Elsaaaaa!!!!

EL HOMBRE LOBO

—¿Aparecerá esta noche el hombre lobo? — preguntó Javier, tratando de ocultar su intranquilidad con una sonrisa.
El tufillo del MIEDO inundaba el corrillo de niños. El patio del colegio parecía un páramo helado. El frío se colaba entre los resquicios de su abultado plumas y le hacía tiritar.
—¡No seas tonto! Los hombres lobo no existen — le espetó Nacho, el más alto de la clase.
—Además, no hay luna llena.
—Pero es el día de todos los muertos.
—Se dice el Día de Todos los Santos, y es mañana — corrigió Patri, su mejor amiga—. Y además, Nacho tiene razón. — A Patri le gustaba Nacho—. ¿A que sí, Mariposa?
—Sí que existen— murmuró ella. En realidad se llamaba María Paloma Ochoa Santos; pero su mejor amiga empezó a llamarla Mariposa y ahora todos, salvo los profesores, la llamaban así.
— ¿Has visto alguno acaso? — dio un paso Nacho, enfurruñado.
Mariposa apartó la mirada. Sí, lo había visto. Muchas veces. Su madre se lo había explicado. Pero también le había dicho que era un secreto. Y que los secretos sólo eran importantes si no los contabas. Pero no estaba nada bien mentir.
—Sí…
Una histérica carcajada restalló en el grupo de niños; pero se apretujaron un poco más.
—¿Has visto a alguien con cara de lobo aullando a la luna?
—No — reconoció ella—. Los hombres lobo de verdad no son así. Son personas que se vuelven locas algunas noches y hay que esconderse y taparse los oídos.
Otra carcajada colectiva.
—¡Eso no son hombres lobo! — desestimó Jaime, al que todos llamaban Jaimito porque todavía medía un palmo menos que la mayoría.
«Sí lo son», se dijo Mariposa. Pero no quería discutir. Y casi había contado el secreto.
Al final del recreo, cuando sonó la campana, Patri se acercó a ella.
—No está bien decir mentiras, Mariposa.
—No son mentiras, Patri. Te lo juro. — No podía dejar que su mejor-mejor amiga pensara que era una mentirosa—. De veras que conozco a uno.
—Odio a las mentirosas, Mariposa.
—¡No soy una mentirosa!
—¿Y dónde has visto a ese hombre lobo, tía lista?
—Es que es un secreto.
—Ya, claro.
—Te lo juro, Patri.
—Soy tu mejor amiga. Guardaré tu secreto. Cuéntamelo.
Mariposa fue a negarse; pero podía confiar en ella. Siempre habían guardado sus secretos, como que a ella le gustaba Nacho y a Mariposa le gustaba Antonio y después Nacho. Así que se apretó a la oreja de su mejor amiga,  rodeándola con las manos y se lo contó.
—¡Eres una mentirosa! — Patri se alejó dos pasos de ella, con gesto enfurruñado.
—Es verdad, Patri. Pero no digas nada, que es un secreto. Y sólo confío en mi mejor amiga.
Ella torció la boca, cavilando. Finalmente sonrió y le dio un beso en la mejilla sin hacer ni un ruido.
—¡Beso de Mariposa!— susurró haciendo referencia a su saludo secreto.
—Beso de Pez — respondió ella apretando las mejillas y colocándole los labios en el moflete.
Mariposa se fue a casa contenta. Al día siguiente era fiesta y Patri no la odiaba y la creía. Pero al llamar a la puerta escuchó unos gritos. ¿El hombre lobo? Era muy pronto, normalmente pasaba por la noche.
Su madre abrió la puerta con los ojos enrojecidos.
—¿Qué pasa, mami?
—Nada, hija, buenas tardes. Pasa…— su madre apartó la mirada al ver el coche saliendo del garaje.
—¡Adiós, papá!— se despidió Mariposa haciendo aspavientos con la mano. No respondió, ni siquiera la miró—. ¿Qué le pasa a papá?
—En su trabajo son malos con él, hija. Así que tenemos que cuidarle mucho, ¿vale?
—¡Vale!
Mariposa merendó e hizo los deberes. Los de Matemáticas eran difíciles; pero su madre le ayudó. Y los de Inglés y los de Lengua fueron muy divertidos, eran historias de terror que había que leer. A Mariposa siempre le había encantado leer. Cuando anocheció cenaron las dos solas y después a dormir. Era Halloween, pero sus padres nunca lo habían celebrado y nunca le habían dejado salir a disfrazarse con sus amigos. Pero a cambio le dejaban comer dulces el Día de Todos los Santos.
Mariposa se despertó sobresaltada. Golpes. Y gritos. El hombre lobo. Hacía casi un mes que no pasaba; pero la última vez su madre se tuvo que esconder con ella y cerrar la puerta mientras él gritaba y rompía cosas. Se levantó, medio dormida.
—¿Mamá?
—Hija, mi vida, vuelve a la cama y cierra la puerta, ¿vale?
Su madre tenía un ojo hinchado y un hilillo de sangre en la comisura de la boca. Iba con el teléfono en la mano.
—Mami, escóndete conmigo y nos tapamos los oídos una a la otra.
—No, hija. No puedo ir. Entra en tu cuarto y cierra la puerta, ¿vale? No salgas pase lo que pase. Y no olvides taparte bien los oídos. — Le besó en la coronilla, como hacía siempre antes de ir al colegio—. Te quiero mucho, Mariposa mía.
Ella obedeció algo confundida. Los gritos fueron a más. Tanto que ni siquiera sus manitas podían silenciarlos. Pero Mariposa era una niña obediente, así que se quedó en su cuarto. Incluso cuando el hombre lobo empezó a aporrear la puerta y a gritarle que saliera.

Días más tarde, su mejor amiga Patri se abrazaba a su padre. Al salir de la iglesia, en la que todo el mundo lloró, su madre susurró que no volvería a ver a Mariposa. Dijo que se había ido a vivir a otro país; pero ella sabía lo que había pasado. Había sido el hombre lobo, que se la había llevado.
—Papi, tú no te conviertas en Hombre Lobo, por fi…

martes, 1 de noviembre de 2016

Oscuridad

No veo nada. No sé si tengo los ojos abiertos o cerrados. Todo está oscuro y apenas puedo moverme. Me cuesta respirar. Un manto negro se extiende sobre mí. Me cuesta trabajo pensar, estoy adormecido. No recuerdo.

Mi cabeza reposa contra algo duro. No puedo levantarme, no puedo estirar los pies ni levantar los brazos. El polvo se mete en mi garganta y en mi nariz. Me ahogo. Un latido sordo me golpea en la sien una y otra vez.

Intento mover las manos y un dolor punzante me recorre la espina dorsal. Tengo fragmentos de madera bajo mis uñas. Una costra de sangre seca y espesa me cubre los nudillos. Tengo el cuerpo entumecido y un sudor frío me recorre la frente.
Mi respiración se acelera. Intento gritar pero me falla la voz. Empiezo a toser sin control, escupiendo sangre y polvo. No puedo coger aire. Me agito y mi cuerpo se golpea contra las paredes. El latido de mi corazón me retumba en los oídos.

El terror me paraliza. Huelo a sudor y podredumbre, a dolor y miedo, a sangre y muerte. Las astillas se hunden cada vez más en mi carne. Mi cuerpo sufre espasmos provocados por sollozos incontrolables.

Noto el dolor que recorre mis nervios; la respiración entrecortada, jadeante; noto el terror atenazando mi voz. El peso del pánico me impide moverme, el pavor se lleva los últimos restos de valor. Sólo puedo llorar en silencio mientras se me oprime el corazón en el pecho y el horror entumece mis miembros.

No entiendo nada. Mi mente aletargada intenta razonar sin comprender. No sé dónde estoy. No entiendo por qué las astillas se incrustan en mi piel como hierros candentes. No entiendo por qué mi voz está rota. No sé qué he hecho para merecer semejante tortura.

Mientras el manto de la oscuridad me envuelve, los delirios de mi cabeza intentan hilar los fragmentos inconexos e incoherentes de mi memoria. Los últimos rastros de mi cordura arrojan un haz de luz sobre mis dudas. Un grito de espanto brota de mi pecho al recordar que me han enterrado vivo.

CALMA

La luz penetra a raudales a través de la ventana, revelando la amalgama de colores presente en la pintura. Pincelada tras pincelada, trato de captar todos los detalles posibles del modelo que tengo ante mí. Imbuida de un espíritu creador hasta ahora desconocido, mi único miedo radica en no ser capaz de reflejar fielmente en mi obra aquello que contemplo. Una suave brisa agita levemente las hojas de mi escritorio y suaviza la temperatura de la habitación. Todo está en calma, todo está en orden.

Salvo por esa oscura figura que se está deslizando a través de la ventana.


lunes, 31 de octubre de 2016

EL DÍA DE ALBERTO


Habitación 712.
Todos los días las mismas 4 paredes blancas, inmunes a la enfermedad y al sufrimiento que contienen.  Las 6 de la mañana, el alba ni siquiera ha empezado a desperezarse; pero la enfermera de turno ha entrado como todos los días a pinchar a mi madre. Al principio trataba de aprenderme los nombres de todas las enfermeras, los médicos y todo el personal del hospital que atendiera a mi madre o a mi padre, antes de morir. Al menos las primeras 2 ó 3 hospitalizaciones. Después ya daba lo mismo. Algún nombre se me quedaba, por supuesto; pero lo único que quería era salir de allí.
—Buenos días, Juana. ¿Ha pasado buena noche?
Mi madre balbuceó algo incomprensible. Se había pasado la noche revolviéndose en la cama, así que no, no había pasado buena noche. Y para cuando habían conseguido conciliar algo de sueño ¡las 6 de la mañana! Pero entiendo que lo hacen por su bien.
—Siga durmiendo un poco más, Juana.
La mujer se fue con su botín en la mano y sus herramientas en la otra, hasta el carrito que la esperaba en la entrada de la habitación.
—¿Hijo, dónde estamos?
—En el hospital, mamá. No te preocupes.
Cerré los ojos y conseguí volver a evadirme de aquel desquiciante lugar. Al volver a abrirlos ya había luz, el chico que trae normalmente el desayuno estaba ayudando a mi madre a incorporarse. Me levanté, algo avergonzado pero ya curado de espanto y les ayudé a finalizar el remolque. Mi madre nunca había sido una mujer delgada y aunque la enfermedad la había robado parte de su apetito y de su peso; no había podido todavía con su larga vida de esfuerzo diario. Eché un ojo a la bandeja y suspiré. Un café, unas galletas y un zumo de naranja. Y, sin lugar a dudas, la mejor comida que le servían en aquel lugar. Al menos ella no pagaba por aquella basura. Bueno, lo pagaba con sus impuestos; pero no tenían que rascarse el bolsillo en el acto. A mí me tocaba acercarme a la cafetería a que me sirvieran lo mismo por 10 euros. O 12, dependiendo de la hora. ¿Cuánto queda para salir de aquí?
—Traga con cuidado, mamá.
Los médicos se dejaron caer cuando mi madre estaba a la mitad del café. Dependiendo del día, pasaban mientras comía o mientras iba al baño justo después. He llegado a pensar que lo hacen adrede, esperando mientras se carcajean en su salita de pensar. Hoy tocaba visita de 5 minutos, no había cambios y no estaba el médico pesado al que le gustaba profundizar en la vida de sus pacientes. Las primeras veces había cogido cariño a ese médico, incluso me había aprendido su nombre; pero después de un par de ingresos comencé a valorar a los escuetos. Al fin y al cabo, unos y otros acababan diciéndote lo mismo: es lo mismo de siempre, hay que ponerle el tratamiento y esperar a que mejore. Pero bueno, no puedo negar que a mi madre le cae bien el pesado. A todos nos gusta que nos escuchen. Fui a preguntar si se sabía cuándo podrían irse de alta; pero desistí. La analítica está mejor; pero mañana veremos. El tratamiento parece estar haciendo efecto; pero estas cosas llevan su tiempo. Y no puedo decir que no tengan razón. Una vez nos pasamos sólo 3 días y al final hubo que volver y estuvimos mucho más. Y desde luego mi madre no lo pasó nada bien, la pobrecilla. Cuando los médicos nos despidieron con sus educadas sonrisas de siempre, me senté junto a mi madre. Verla allí, atragantándose con una magdalena, me acobarda. Mi madre siempre había sido una mujer de armas tomar. Y allí estaba, indefensa ante la enfermedad y la vejez. ¿Y qué va a ser de mí, que soy un pelele que no aguanto ni un partido de fútbol ni una discusión con mi jefe? En fin.
Las 11:35. Se está retrasando. Salgo al pasillo y voy a la vigilanta, como la llamo yo.
—¿Disculpe, mi madre tiene hoy alguna prueba programada? Es que no nos han dicho nada.
En realidad quería salir de la habitación con alguna excusa. Sabía que no tenía ninguna prueba, aunque es cierto que no nos habían dicho absolutamente nada. Precisamente por eso imaginaba que no habría nada que hacer en todo el día. Pero bueno, quería salir. Así podía ver cuánto le quedaba a Susana para llegar a la habitación. Vi su carrito de la compra, como lo llamaba ella, en la 715. Bueno, hoy se ha retrasado; pero ya queda poco. Volví con mi madre sin siquiera escuchar realmente la cordial respuesta de la enfermera vigilanta.
—Mamá. ¿Qué tal estás hoy? ¿Te apetece ver la telenovela?
—Quita, quita— arrancó a toser—. Ayer decidí que mi cerebro no puede más con esa basura. Así que me he puesto a leer el libro que me trajo la Flequi.
Así llamábamos a la hija mayor de mi hermano pequeño. Tiene un flequillo un tanto estrambótico; pero en fin, a estas alturas se ve de todo en todas partes. Lo mismo llegaba a Presidenta del Gobierno. No podía negar que era lista, eso sí.
—¿Y de qué va?
Mi madre torció el gesto.
—Yo qué sé. Se supone que es de la segunda guerra mundial. Como si por ser vieja me tuviera que gustar la segunda guerra mundial.
—Por ser vieja y por votar a quien tú ya sabes.
—Albertito, no nos metamos en zarandajas.
Sonreí. Me encantaba discutir con mi madre. Ella me miró y sacudió la cabeza. Volvió su atención de nuevo a las penurias de los judíos de un campo de concentración y yo me puse a leer el periódico en el móvil. Un rato más tarde llamaron a la puerta.
—¡Buenos días, Juana! ¿Cómo estamos hoy? –Susana entró como un huracán en la habitación, como siempre—. ¡Menudo día llevo! Un señor del piso de abajo se ha cagao en el suelo y me lo ha dejao… ¡ay cómo me lo ha dejao! –Mi madre se rió entre dientes mientras veía a Susi pasar la escoba por el prístino suelo—. Bueno, bueno, bueno… ¡un despropósito! Pero ¿qué le vamos a hacer? El pobre señor lo ha pasado peor y después…
Y así siguió prácticamente 10 minutos ininterrumpidos. Después nos preguntó que qué tal íbamos y nos escuchó mientras cambiaba las sábanas y sacudía la cabeza indignada. Y se puso a despotricar contra los médicos y contra las enfermeras y contra el hospital. Sonreí ante su diatriba final y miré a mi madre. Mi pobre madre que, enferma y vieja como estaba, reía a carcajadas como una niña con aquella mujer que limpiaba la mugre de los demás, tanto la del suelo como la del corazón. 

domingo, 30 de octubre de 2016

LOS LIRIOS DE JUANA

Todos los días ocurre lo mismo. Desde mi puesto en el control de la planta tengo una visión privilegiada de lo que sucede.
Habitación 712. Para algunos médicos, esto es lo que hay en ella: paciente mujer de 72 años, con estos antecedentes, estos síntomas, este diagnóstico y este tratamiento a seguir. Están cinco minutos, comprueban que todo se cumple según lo previsto, y a la siguiente habitación.
Para otros médicos, en esa habitación está Juana. Una paciente de 72 años, con una enfermedad crónica del pulmón por la cual tiene tendencia a sufrir infecciones. Saben que lleva mucho tiempo en el hospital, por lo que pasan más de cinco minutos. Se aseguran de que Juana se encuentra a gusto esa mañana. Le preguntan por la familia y le aseguran que al día siguiente volverán para comprobar que sigue recuperándose bien y a gusto.
Desde mi puesto justo enfrente de la habitación 712, observo lo mismo todos los días.
Habitación 712. Aparece Susana, a quien todos conocemos como Susi. Ella no viene a comprobar los diagnósticos ni los tratamientos de Juana. No los conoce. Susi viene a limpiar.
Susi está más de cinco minutos. Juraría que no ha habido día que haya estado menos de quince. Porque Susi ve a Juana como una mujer de 72 años, que nació en León, viuda y con dos hijos. Posiblemente se sabe los síntomas mejor que cualquier médico que trata a Juana. Sabe que duerme mal y que le encantan los lirios. Una vez a la semana le trae unos nuevos para que los cambie.
Susi habla con Juana, ríe con Juana, llora con Juana. Hablan de sus familias, del trabajo de Susi, del difunto marido de Juana. Y todos los días, Susi se despide de Juana con un beso. Le promete que al día siguiente le contará las historias que oye en su programa de radio favorito.
Y Susi se va. Todos los días, la veo marchar desde mi puesto de control, enfrente de la habitación 712.
Una mañana, los médicos pasan más tiempo en la habitación de Juana. Parecen contentos. Le dan unos papeles, le estrechan la mano. Le dicen en broma que ojalá no vuelvan a verla. Que disfrute en su casa, con tranquilidad. Le desean suerte y se van.
Esto no pasa todos los días.
Juana viene a verme. Desde mi puesto en el control, la veo acercarse. Se despide de mí, y me pide que cuando vea a Susi le entregue algo. Una carta. Ella no va a poder, porque su hijo ya viene a buscarla. Y Juana se va.
Habitación 712. Susi, sentada en la cama, termina de leer la carta con lágrimas en los ojos. Con una sonrisa de agradecimiento, limpia la habitación de Juana. Con un cariño inmenso se deshace de los lirios que aún permanecían en un jarrón. Y Susi se va.

Desde mi puesto de control, en ese lugar privilegiado, contemplando la habitación vacía, no puedo dejar de preguntarme quién curó verdaderamente a Juana.

DIME, ESPEJITO...

Espero que mi oído no me engañe. Las pisadas, tan cercanas antes, cada vez se escuchan más débiles. No me atrevo a respirar aún. El sudor frío recorre mi espalda. La luz de la vela parpadea débilmente. Mejor no moverse. No todavía.

Ya no oigo nada. De acuerdo, ya puedo respirar. Poco a poco. Sin hacer ruido. Está bien, ahora hay que intentar moverse. Sin ruidos. Por favor, que se haya ido. Espero que no cruja esa madera.

Los cristales rotos y las maderas astilladas dan fe de lo que acaba de ocurrir aquí. Una rata se asoma por la puerta. Mejor harías en salir corriendo. Me contempla, quizá tratando de descifrar qué puede ser aquello que provoca tal terror en mi rostro.

Vámonos. A un lado de la habitación unas sombras caídas, informes… No mires ahí. Probablemente volveré a verlas, cuando acudan a sembrar de miedo mis sueños a partir de hoy.

Bien. Ya casi alcanzo la puerta. No se oye nada. Muy bien, poco a poco. Paso a paso.

El suelo cruje. La madera es antigua.

Venga, abre los ojos. Sigue sin oírse nada. Maldita madera, maldito suelo. Tengo que salir de aquí.

Un espejo al fondo del pasillo. La escasa luz de la vela en la habitación que dejo atrás apenas es capaz de iluminar…

Dios mío. Ahí hay algo.


La vela se apaga.