Cuando se vieron por primera vez, él estaba
radiante, y ella se sintió inundada de luz. En ese momento, supieron que el
propósito de su existencia vivía en su mirada mutua, muda de palabras.
Él continuó su camino, y ella el suyo;
caminos diversos, pero que de tiempo en tiempo les permitían volverse a
encontrar. Él la hacía sentirse más hermosa que nunca cada vez, y cada vez
volvían a tener que separarse, pues ambos sabían que su destino nunca sería
estar juntos.
Una noche, ella no pudo evitar presenciar una
acalorada discusión entre un hombre y una mujer a través de la ventana. No
podía oír lo que decían, pero comprendía el mensaje que transmitían las
perladas lágrimas de ella y el brillo sudoroso de él.
Ella le miró, él la miró; se miraron, y él
comprendió. Ellos nunca podrían disfrutar del privilegio de la unión que
aquella pareja parecía destinada a romper… pero tenían que hacer algo. Y había
algo que podían hacer.
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El hombre despertó y levantó la cabeza,
sorprendido por los extraños tonos de luz que se filtraban por los sucios
cristales. Salió al exterior, repentina y completamente despejado.
Vio venir a su mujer, como cada tarde que venía
para llevárselo borracho a casa. Al mirarla a los ojos, quedó atrapado en la
luminosidad reflejada que sacaba la belleza más profunda de su interior, como
si su alma quedara al desnudo. En ese instante su interior se fundió, y un
solitario destello de arrepentimiento y amor entrelazados se deslizó suavemente
por su curtida mejilla.
Juntos, se dieron la mano y levantaron la
vista. No recordaban haber visto nunca un horizonte tan hermoso. Curiosamente, el
sol y la luna parecían fundirse en un abrazo.
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