lunes, 21 de noviembre de 2016

LIBRE

-¡POLICÍA, ABRA LA PUERTA!
Luis se abalanzó sobre la pistola que descansaba en el fregadero de la cocina. Ésa era la buena, la que no se encasquillaba.  Mientras, su resistente puerta se quejaba, conteniendo a los maderos todo el tiempo que podía.
-María, sácalo todo por la terraza. Llévate el dinero. Ganaré tiempo para que puedas escapar.
Vio a su mujer levantarse a toda prisa de la mesa en la que estaban preparando la mercancía y apuntó con el cañón del arma hacia la puerta. En el preciso momento en el que la madera cedió, Luis disparó. El suyo fue el primero, pero no el único disparo. Y luego dolor, mucho dolor. Miró hacia abajo y vio cómo su sudada camisa blanca se teñía rápidamente de rojo.

-¡POLICÍA, ABRA LA PUERTA!
Marcos, miembro de la Unidad Antidroga, anunció su llegada justo antes de que los de Fuerzas Especiales comenzaran a embestir la puerta con el ariete. Escuchó a alguien gritar al otro lado y preparó su revólver. Siempre le había gustado sentirse un poli americano al desenfundar su brillante revólver. Por fin, al quinto golpe, la madera cedió. El narcotraficante al que habían ido a detener les disparó, así que se cubrieron tras el umbral. Otro disparo. Y silencio. Marcos asomó la cabeza y vio a una mujer con las lágrimas anegando sus párpados y una radiante sonrisa. Sostenía una pistola humeante y miraba al narco a sus pies, desangrándose.

-¡POLICÍA, ABRA LA PUERTA!
María sintió cómo el corazón le daba un vuelco. Luis se levantó y cogió la pistola que habían dejado en la cocina. Ella sonrió. Por fin.
-María, sácalo todo por la terraza. Llévate el dinero. Ganaré tiempo para que puedas escapar.
Ella se levantó, con gesto decidido. Su primer impulso fue obedecer; pero el dolor en la mejilla, el moratón más reciente, le hizo detenerse. Miró en derredor. Junto a las montañas de polvo blanco y los paquetes en los que habían llegado, asomaba la otra pistola de su marido. El miedo, el dolor, la desesperanza… se agolparon en su corazón y la espolearon. Cogió el arma, quitó el seguro  y apuntó. Allí estaba Luis, su marido, el ser al que en su día había querido y ahora no era más que su demonio torturador particular. Pero no se atrevió. Por fin, la madera cedió y aparecieron los policías, embutidos en sus armaduras. El susto por el disparo de Luis le hizo contraer el dedo del gatillo. Vio a su marido mirarse el pecho y caer de frente. Lo había hecho. Había superado a su carcelero. Esbozó una sonrisa mientras las lágrimas se precipitaban desde sus ojos. Los policías se asomaron. María bajó el cañón del arma, absorta en el desplomado Luis.

-No será como tú quieres nunca más, Luis. Ahora soy libre. Ahora decido yo.

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