miércoles, 1 de enero de 2020

Navidad de solitarios



La nieve caía tras la ventana. Solamente se podían apreciar los copos que caían más cercanos al cristal o aquellos que invadían a la fría aureola luz de la farola de enfrente. Un chisporroteo de la lumbre me sacó de mis ensoñaciones. Miré a la emperifollada mesa y estudié mi cena. Compré uno de los mejores solomillos del mercado y lo había servido con salsa de vino Oporto, arroz salvaje y verduritas al vapor. Además, puse un plato de jamón ibérico y quesos. Era demasiada comida, pero era Navidad. En realidad creía que había puesto de más a sabiendas de que sobraría, aunque fuera algo inconsciente.
El villancico en versión jazz sonaba desde una esquina y el fuego crujía a su espalda. Para la iluminación, sólo tenía la chimenea, las luces del pequeño arbolillo de navidad y una vela que había encendido en la mesa. Se suponía que debía ser cálido y relajado.
Me comí otro bocado de carne y mastiqué parsimoniosamente. De pronto mi mirada volvió a la silla frente a mí: vacía. Ella ya no estaba. Poco a poco, pero como si se trataran de unas fauces monstruosas, las notas del villancico fueron siendo desplazadas por el ensordecedor silencio. No percibir el olor de su perfume hizo que la comida ya no supiera a nada, que se hiciera una bola entre mis dientes. Su ausencia en la silla palpitó, eclipsando la nieve, las luces del arbolillo, la decoración y toda la parafernalia de la navidad. Sólo se interponía entre el doloroso hueco y yo la inmóvil llama de la vela. Incomprensiblemente molesto, soplé con rabia y la apagué. Farfullé alguna maldición a la condenada idea de poner una vela y machaqué otro trozo de solomillo con el tenedor. No tenía hambre.
Inspiré profundamente para tratar de dejar pasar los malos sentimientos: la tristeza, la desesperación, la rabia, la soledad… Ya me habían enseñado a hacerlo. Ya sabía controlarme… Teóricamente.
Mi mirada buscó involuntariamente las fotos que había en el salón, pero ya no estaban. Las había quitado. Cuando sucedió, las quité todas para no tener que sufrir más.
Pero seguía sufriendo.
Había pasado ya un tiempo. No quería pensar cuánto, aunque una vocecilla en mi interior no dudó un instante en chivármelo. Algo en mi interior seguía llevando la cuenta de los días.
-        No puedes seguir así – me dije, casi avergonzándome de escuchar mi propia voz en aquella apabullante falta de conversación. Para una conversación se necesitaba al menos a otra persona. Y ya no la tenía.
Me saqué el móvil del bolsillo, como antes hacía cada poco tiempo. Pero ella era la que me escribía normalmente. Así que no había ningún mensaje nuevo que poder revisar. Ni siquiera el típico vídeo absurdo de felicitación de la tía o el compañero de trabajo de turno. Ni siquiera un mensaje de publicidad que poder borrar y así desahogarme.
Encendí la televisión y apagué los villancicos, deseando evadirme de aquel lacerante dolor. Fui cambiando de canal, murmurando. Estaba hastiado de noticias, tanto de las típicas de los regalos de los niños como de las típicas desgracias del país. Tampoco quería ver la reposición de la serie de médicos, o de los vecinos insoportables o de la cocina infernal… Volví al capítulo de la cocina infernal y lo dejé unos minutos; pero ni siquiera eso podía aliviar el desconsolado llanto de mi corazón. Lo apagué con un suspiro.
-        Vamos, anímate, que todo va a ir mejorando – volver a escuchar mi propia voz no surtió el efecto que deseaba, casi empeoró mi tristeza, inundándome de autocompasión.
Cuando parecía que mi tortura llegaba a su punto álgido, un sonido desterró el abrumador silencio. Unos golpes en la puerta. ¿Alguien venía a salvarme? Ella seguro que no. Tímido, me dirigí a la puerta y la abrí.
-Por favor, ayúdame, me persiguen los elfos malvados y los gigantes de las nieves.
Era un señor mayor, vestido de Papá Noel, aunque su barba era una rala superficie con los pelos mal afeitados y no era especialmente gordo. Iba sorprendentemente recto y parecía no oler mal. Pero en sus ojos azules podía vislumbrar la desesperación, casi hasta me sentía afortunado al verle. Casi. Lo pensé un segundo y me dije: “es navidad, pobre loco”. Aunque en realidad sentía que al menos aquel desorientado enfermo mental podría salvarme de la soledad. Y parecía tan solitario como yo.
-Pase, buen hombre.
-Soy Nicolás, pero puedes llamarme Papá Noel, Santa Claus o como quieras. Vengo a traerte felicidad… y a esconderme de los elfos malvados y los gigantes de las nieves.
-Claro que sí, Nicolás. ¿Quiere un poco de jamón? – y la silla se llenó inesperadamente de rojo y curiosidad.