La nieve caía tras la ventana. Solamente se podían apreciar
los copos que caían más cercanos al cristal o aquellos que invadían a la fría
aureola luz de la farola de enfrente. Un chisporroteo de la lumbre me sacó de
mis ensoñaciones. Miré a la emperifollada mesa y estudié mi cena. Compré uno de
los mejores solomillos del mercado y lo había servido con salsa de vino Oporto,
arroz salvaje y verduritas al vapor. Además, puse un plato de jamón ibérico y
quesos. Era demasiada comida, pero era Navidad. En realidad creía que había
puesto de más a sabiendas de que sobraría, aunque fuera algo inconsciente.
El villancico en versión jazz sonaba desde una esquina y el
fuego crujía a su espalda. Para la iluminación, sólo tenía la chimenea, las
luces del pequeño arbolillo de navidad y una vela que había encendido en la
mesa. Se suponía que debía ser cálido y relajado.
Me comí otro bocado de carne y mastiqué parsimoniosamente.
De pronto mi mirada volvió a la silla frente a mí: vacía. Ella ya no estaba.
Poco a poco, pero como si se trataran de unas fauces monstruosas, las notas del
villancico fueron siendo desplazadas por el ensordecedor silencio. No percibir
el olor de su perfume hizo que la comida ya no supiera a nada, que se hiciera
una bola entre mis dientes. Su ausencia en la silla palpitó, eclipsando la
nieve, las luces del arbolillo, la decoración y toda la parafernalia de la
navidad. Sólo se interponía entre el doloroso hueco y yo la inmóvil llama de la
vela. Incomprensiblemente molesto, soplé con rabia y la apagué. Farfullé alguna
maldición a la condenada idea de poner una vela y machaqué otro trozo de
solomillo con el tenedor. No tenía hambre.
Inspiré profundamente para tratar de dejar pasar los malos
sentimientos: la tristeza, la desesperación, la rabia, la soledad… Ya me habían
enseñado a hacerlo. Ya sabía controlarme… Teóricamente.
Mi mirada buscó involuntariamente las fotos que había en el
salón, pero ya no estaban. Las había quitado. Cuando sucedió, las quité todas
para no tener que sufrir más.
Pero seguía sufriendo.
Había pasado ya un tiempo. No quería pensar cuánto, aunque
una vocecilla en mi interior no dudó un instante en chivármelo. Algo en mi
interior seguía llevando la cuenta de los días.
-
No puedes seguir así – me dije, casi
avergonzándome de escuchar mi propia voz en aquella apabullante falta de
conversación. Para una conversación se necesitaba al menos a otra persona. Y ya
no la tenía.
Me saqué el móvil del bolsillo, como antes hacía cada poco
tiempo. Pero ella era la que me escribía normalmente. Así que no había ningún
mensaje nuevo que poder revisar. Ni siquiera el típico vídeo absurdo de
felicitación de la tía o el compañero de trabajo de turno. Ni siquiera un
mensaje de publicidad que poder borrar y así desahogarme.
Encendí la televisión y apagué los villancicos, deseando
evadirme de aquel lacerante dolor. Fui cambiando de canal, murmurando. Estaba
hastiado de noticias, tanto de las típicas de los regalos de los niños como de
las típicas desgracias del país. Tampoco quería ver la reposición de la serie
de médicos, o de los vecinos insoportables o de la cocina infernal… Volví al
capítulo de la cocina infernal y lo dejé unos minutos; pero ni siquiera eso
podía aliviar el desconsolado llanto de mi corazón. Lo apagué con un suspiro.
-
Vamos, anímate, que todo va a ir mejorando –
volver a escuchar mi propia voz no surtió el efecto que deseaba, casi empeoró
mi tristeza, inundándome de autocompasión.
Cuando parecía que mi tortura llegaba a su punto álgido, un
sonido desterró el abrumador silencio. Unos golpes en la puerta. ¿Alguien venía
a salvarme? Ella seguro que no. Tímido, me dirigí a la puerta y la abrí.
-Por favor, ayúdame, me persiguen los elfos malvados y los
gigantes de las nieves.
Era un señor mayor, vestido de Papá Noel, aunque su barba
era una rala superficie con los pelos mal afeitados y no era especialmente
gordo. Iba sorprendentemente recto y parecía no oler mal. Pero en sus ojos
azules podía vislumbrar la desesperación, casi hasta me sentía afortunado al
verle. Casi. Lo pensé un segundo y me dije: “es navidad, pobre loco”. Aunque en
realidad sentía que al menos aquel desorientado enfermo mental podría salvarme
de la soledad. Y parecía tan solitario como yo.
-Pase, buen hombre.
-Soy Nicolás, pero puedes llamarme Papá Noel, Santa Claus o
como quieras. Vengo a traerte felicidad… y a esconderme de los elfos malvados y
los gigantes de las nieves.
-Claro que sí, Nicolás. ¿Quiere un poco de jamón? – y la
silla se llenó inesperadamente de rojo y curiosidad.