El quitamiedos vuela a toda velocidad detrás de la ventana, interrumpido
por los borrones de los postes de luz. El paisaje, más perezoso, avanza
lentamente exhibiendo sus arbolillos y rocas en un segundo plano. El cielo,
inmutable, permanece en un eterno azul que lo absorbe todo. Ha pasado ya el
suficiente tiempo como para que el viaje esté resultando aburrido. Se oye una
canción de hace 20 años que sólo le gusta a tu padre. Tamborileas el ritmo sin
querer con los dedos. Suspiras y tratas de estirar los tensos músculos del
cuello. Haces un comentario ingenioso, de los tuyos, consiguiendo que toda tu
familia se ría y renueve la conversación que se había ido extinguiendo. Sonríes
mientras las chanzas surcan el aire del coche de un lado para otro. Vuelves a
suspirar. No te apetece llegar. Significaría ponerte a estudiar. Al menos estás
más cerca de lograr tu meta. Y siempre está bien estar con la familia. Tus ojos
vuelven a la repetitiva imagen a través de la ventana. Casi te agotas al sentir
la carrera del quitamiedos, como si fueras tú el que estuviera recorriendo los
cientos de kilómetros y no el coche.
Un ruido. Un giro brusco en el que todo da vueltas. Los neumáticos
chillan por la fricción. Tu familia a tu alrededor se aferra a cualquier cosa,
tan aterrada como tú mismo. Un estallido de dolor en la cabeza. Todo blanco.
Una lágrima cae sobre tu mano. Te sorprende, es la primera en mucho
tiempo. El agua de la ducha inunda la salada prueba de tu pesar y lo sustituye
por la potable y universal calma que todos compartimos. Recordar es doloroso.
La muerte de alguien importante para ti supone un antes y un después, sobre
todo si es la primera. Y lo sabes. Sientes que todo lo que has volcado en él se
diluye, derramado sobre el infinito. Temes haber quedado vacío, que todo lo
bueno que te hacía sentir se haya perdido en la insondable neblina del pasado.
No quieres convertirte en un cascarón sin contenido. No puedes depender de nadie,
por mucho que signifique. Vuelves a imaginarte siendo él mientras respiraba por
última vez. No lo has vivido pero le conoces. Te vienen a la mente las otras
muertes que ya habías experimentado y que, aunque menos sorprendentes, también
te hicieron cambiar: un abuelo, una tía que apenas veías, una mascota, un
vecino al que ni conocías… Sales de la ducha y te secas, dispuesto a mantener
dentro el sufrimiento que corría sin control acompañado del agua. Él querría
que rieras igual. Él querría que no dejaras de disfrutar de la vida, que no lo
perdieras todo.
Empieza un nuevo día y no le ves a tu lado. Sientes su presencia en su
ausencia. Apenas eres consciente, hasta que lo piensas, de que sólo falta uno
de todos los que te rodean. Pero no es un uno cualquiera. No dejas que el
torrente vuelva a desbordarse. Miras a tu alrededor y ves a todos los demás,
que también te importan. Pero les ves como si fueran espejismos, fantasmales
imágenes que se evaporan si te acercas. Percibes los débiles hilos que os unen
y temes por su fragilidad. Hablas con ellos, ríes con ellos, soportas el peso
de la vida con ellos. Y das un paso más. Ese hilo ha de ser un lazo, ese lazo
ha de ser una cuerda, esa cuerda ha de ser una cadena. Antes te detenían la
vergüenza, el miedo, la pereza, la desidia. Ahora no. Te sientes más valiente.
Ya has perdido; pero quieres volver a intentarlo. Quieres aprovechar al máximo
cada segundo que te puedan ofrecer todos aquellos a los que valoras. Por fin te
decides a llamar a este o al otro, por fin te obligas a desempolvar aquel
secreto que habías guardado en un armario, por fin estiras los músculos que se
atrofiaban por el desuso. No quieres más espejismos.
Pasan las semanas, los meses y los años. Tu seguridad ha crecido y te
sientes más fuerte que nunca. Entras a la ducha y abres el grifo. El agua
comienza a correr y de pronto, después de tanto tiempo, ves un paisaje perezoso
detrás de un velocísimo quitamiedos bajo un eterno azul. Pero tú ya no eres el
mismo. Sigues escuchando el ruido, sintiendo el giro y el estallido de dolor
que termina en un infinito blanco; pero ya no cae la lágrima sobre tu mano. No
lo has olvidado, simplemente ya no eres el mismo. Las cadenas que has ido
forjando llevan su nombre.