jueves, 20 de julio de 2017

EL DILEMA DE UNA HORMIGA

Érase vez una pequeña hormiga. Se la conocía como A29-9, A de Avanzada y nacida la número 29 de la 9ª puesta. Las avanzadas eran las exploradoras, las que no seguían el rastro de sus hermanas, aquellas que debían abrir el camino para todas las demás.

A 29-9 pertenecía a un hormiguero relativamente grande. Todas sus hermanas seguían sus impulsos naturales. Ya al nacer cada una sabía cuál sería su cometido y así todo el hormiguero sobrevivía a los obstáculos y crecía. Tenía hermanas obreras, O;  recolectoras, R; luchadoras, M; y libres, L.  El último grupo era el más especial. Eran las voladoras, las hijas favoritas de los padres. O al menos esa era la impresión que daba. Su impulso nada más nacer era vivir su propia vida. En cuanto tenían la edad suficiente se marchaban del nido sin mirar atrás. Cogían todo lo que necesitaban del hormiguero y se iban. Parecía algo egoísta y envidiable; pero A 29-9 sabía que la mayor parte de sus hermanas L morirían antes de ver cumplido su sueño.

Él prefería su cometido. Descubría el mundo sin perder su hogar, él ayudaba a su familia encontrando nuevas fuentes de alimento, localizando peligros y buscando nuevas posibilidades. Lo único que echaba de menos era estar en grupo durante su misión: sus hermanas recolectoras caminan en fila, las obreras trabajan codo con codo en los túneles, las luchadoras acuden al rescate de las más pequeñas. Él iba solo, aunque se esforzaba en encontrarse con otras avanzadas, en caminar de vez en cuando con las recolectoras e incluso arrimaba el hombro cuando un atacante amenazaba a su familia. Pero su principal objetivo era conocer el mundo. Y para eso no podía ir a la velocidad de sus hermanas.

Por eso estaba solo cuando se topó con  L 8. No era la primera vez que la encontraba. Era una hermana voladora que iba y venía del hormiguero. Con el tiempo había conseguido formar un pequeño hormiguero no muy lejos de allí, pero no terminaba de arraigar y muchas veces mandaba a sus hijas a robar de las reservas del hormiguero que la vio nacer. E incluso así, L 8 se veía obligada en multitud de ocasiones a salir de su incipiente hogar a buscar ella misma sustento para su familia.

A 29-9 la había encontrado otras veces. La primera vez fue cuando volvía al hormiguero después de encontrar una nueva charca de agua. L 8 salía del nido cuando todavía no controlaba del todo su cuerpo, más grande que el del resto, y se llevó por delante túneles que no estaban del todo afianzados. A 29-9 y cientos de sus hermanas tuvieron que dar un rodeo para entrar al hormiguero durante varios días hasta que las agobiadas obreras consiguieron repararlos. También la vio una vez guiando a sus propias hijas hacia una de sus granjas y robando a su familia, nutriéndolas a partir del esfuerzo de otros. Incluso la había arrastrado al hormiguero alguna vez que la había encontrado tendida en el suelo, exhausta y derrotada, para que se recuperara. L 8 nunca se lo había agradecido, no estaba en su naturaleza. Ella sólo sentía el imperioso impulso de cumplir con su función, con su deseo. Pero A 29-9 volvió a acercarse cuando la vio atrapada bajo una ramita.

Desesperada, L 8 aleteaba y pateaba con las 5 patas que le quedaban libres. A 29-9 estudió la escena mientras se aproximaba. La ramita era casi 100 veces más grande y pesada que él, pero A 29-9 nunca se había parado a pensar en los límites de su fuerza. Y solamente tenía que moverla un poco para que pudiera liberarse. Con determinación, se aferró con las mandíbulas a la madera y empujó. L 8 se revolvió en el suelo y consiguió zafarse.

Una tenue caricia del aire precedió al peligro.  Una descomunal bestia negra aterrizó de golpe junto a ellos. Sólo sus alas eran 2 ó 3 veces más grandes que todo el cuerpo de la hormiga. A 29-9 sabía que era un insecto depredador, una amenaza. Una tenue sensación de terror le inundó. Se volvió a toda prisa para escapar; pero L 8 apoyó sus patas sobre él para alzar el vuelo y le hizo desestabilizarse lo suficiente como para que el depredador le acorralara. Lucharía, él era más rápido; aunque sabía que no tenía posibilidades. El horripilante monstruo consiguió alcanzar una de sus patas, destrozando la articulación. A 29-9 asestó su más potente mordedura sobre un ala del insecto; pero era demasiado grande, no conseguiría herirlo de gravedad. Se marcharía luchando por su familia.

Cuando las pinzas se quedaban ya sin fuerzas, A 29-9 dejó de patear; todavía sin soltar la presa. Era el fin, la energía iba evaporándose de su ajado cuerpo… Pero no llegó el esperado vacío. Una hermana más grande que él se había interpuesto. Era M 4-9, la luchadora más fuerte de su generación. Había acudido en su ayuda. Y no era la primera vez. Aquella soldado parecía su ángel de la guarda, siempre ahí cuando la necesitó. No fue la única. A 18-3 y A 4-11, hermanas avanzadas como él también se abalanzaron sobre su maltratado cuerpo y tiraron de él hacia un lugar seguro. Algunas hermanas más fueron llegando y rodearon a la criatura. M 4-9, aguerrida como era, contuvo al furioso ser hasta que pronto llegó el resto de la tropa y redujeron al atacante. Las recolectoras no tardaron en despiezar al depredador y nutrir a la familia con sus restos. A 29-9 se alegró mientras era conducido al hormiguero al ver que aquel sufrimiento al final serviría de algo. El dolor y la incertidumbre al haber perdido una pata revolvieron aquel sentimiento. Eso sí, no volvería a acudir en ayuda de L 8.


Días más tarde, después de una desesperante temporada de recuperación, A 29-9 pudo retomar su rutina. Ya acostumbrado a caminar sólo con 5 patas, A 29-9 salió a reconocer un área inexplorada. Su vida era demasiado corta como para permanecer inactivo en el subsuelo. El mundo le esperaba. Vio a una de sus hermanas voladoras. Tiraba de un enorme trozo de comida, demasiado grande para que cualquier hormiga por su cuenta pudiera con él. La reconoció: era L 8. Su primer impulso fue acudir en su ayuda, estaba en su naturaleza, entre los dos podrían cargar la comida hasta el hormiguero de L 8; pero se detuvo. ¿Volvería a cometer el mismo error?

martes, 16 de mayo de 2017

CÓMO ERES AHORA

El quitamiedos vuela a toda velocidad detrás de la ventana, interrumpido por los borrones de los postes de luz. El paisaje, más perezoso, avanza lentamente exhibiendo sus arbolillos y rocas en un segundo plano. El cielo, inmutable, permanece en un eterno azul que lo absorbe todo. Ha pasado ya el suficiente tiempo como para que el viaje esté resultando aburrido. Se oye una canción de hace 20 años que sólo le gusta a tu padre. Tamborileas el ritmo sin querer con los dedos. Suspiras y tratas de estirar los tensos músculos del cuello. Haces un comentario ingenioso, de los tuyos, consiguiendo que toda tu familia se ría y renueve la conversación que se había ido extinguiendo. Sonríes mientras las chanzas surcan el aire del coche de un lado para otro. Vuelves a suspirar. No te apetece llegar. Significaría ponerte a estudiar. Al menos estás más cerca de lograr tu meta. Y siempre está bien estar con la familia. Tus ojos vuelven a la repetitiva imagen a través de la ventana. Casi te agotas al sentir la carrera del quitamiedos, como si fueras tú el que estuviera recorriendo los cientos de kilómetros y no el coche.
Un ruido. Un giro brusco en el que todo da vueltas. Los neumáticos chillan por la fricción. Tu familia a tu alrededor se aferra a cualquier cosa, tan aterrada como tú mismo. Un estallido de dolor en la cabeza. Todo blanco.
Una lágrima cae sobre tu mano. Te sorprende, es la primera en mucho tiempo. El agua de la ducha inunda la salada prueba de tu pesar y lo sustituye por la potable y universal calma que todos compartimos. Recordar es doloroso. La muerte de alguien importante para ti supone un antes y un después, sobre todo si es la primera. Y lo sabes. Sientes que todo lo que has volcado en él se diluye, derramado sobre el infinito. Temes haber quedado vacío, que todo lo bueno que te hacía sentir se haya perdido en la insondable neblina del pasado. No quieres convertirte en un cascarón sin contenido. No puedes depender de nadie, por mucho que signifique. Vuelves a imaginarte siendo él mientras respiraba por última vez. No lo has vivido pero le conoces. Te vienen a la mente las otras muertes que ya habías experimentado y que, aunque menos sorprendentes, también te hicieron cambiar: un abuelo, una tía que apenas veías, una mascota, un vecino al que ni conocías… Sales de la ducha y te secas, dispuesto a mantener dentro el sufrimiento que corría sin control acompañado del agua. Él querría que rieras igual. Él querría que no dejaras de disfrutar de la vida, que no lo perdieras todo.
Empieza un nuevo día y no le ves a tu lado. Sientes su presencia en su ausencia. Apenas eres consciente, hasta que lo piensas, de que sólo falta uno de todos los que te rodean. Pero no es un uno cualquiera. No dejas que el torrente vuelva a desbordarse. Miras a tu alrededor y ves a todos los demás, que también te importan. Pero les ves como si fueran espejismos, fantasmales imágenes que se evaporan si te acercas. Percibes los débiles hilos que os unen y temes por su fragilidad. Hablas con ellos, ríes con ellos, soportas el peso de la vida con ellos. Y das un paso más. Ese hilo ha de ser un lazo, ese lazo ha de ser una cuerda, esa cuerda ha de ser una cadena. Antes te detenían la vergüenza, el miedo, la pereza, la desidia. Ahora no. Te sientes más valiente. Ya has perdido; pero quieres volver a intentarlo. Quieres aprovechar al máximo cada segundo que te puedan ofrecer todos aquellos a los que valoras. Por fin te decides a llamar a este o al otro, por fin te obligas a desempolvar aquel secreto que habías guardado en un armario, por fin estiras los músculos que se atrofiaban por el desuso. No quieres más espejismos.
Pasan las semanas, los meses y los años. Tu seguridad ha crecido y te sientes más fuerte que nunca. Entras a la ducha y abres el grifo. El agua comienza a correr y de pronto, después de tanto tiempo, ves un paisaje perezoso detrás de un velocísimo quitamiedos bajo un eterno azul. Pero tú ya no eres el mismo. Sigues escuchando el ruido, sintiendo el giro y el estallido de dolor que termina en un infinito blanco; pero ya no cae la lágrima sobre tu mano. No lo has olvidado, simplemente ya no eres el mismo. Las cadenas que has ido forjando llevan su nombre.


lunes, 6 de marzo de 2017

LA PASIÓN NOS HACE LIBRES


Los escaloncillos de madera crujieron bajo sus pies. «Habrase visto, en plena democracia progresista y yo aquí pudriéndome en esta tumba», refunfuñaba Rodrigo para sí mismo. Se colocó en su lugar, apretándose para que cupieran todos sus compañeros. «Maldito sea, Padre. Obligarme a coger el hábito. ¿De qué siglo es usted, del XVI? ¿También va a forzar al pobre Rafaelito a que se vaya a ultramar a defender lo que nos queda? Por Dios y por todas sus Vírgenes, que estamos en pleno siglo XIX, que ya hasta tenemos Constitución», Rodrigo no cabía en sí de frustración. Trató de no menearse mucho porque no quería llamar la atención. El que llamaba la atención en aquel sitio comía menos. « ¿Pondrá en nuestra Constitución algo referente a obligar a un hijo a meterse a cura? Debería. Me la leeré». El silencio, tras el murmullo de las túnicas, reclamó su atención. Empezaban.
-Cantemos, hermanos, un himno para ensalzar la figura de Él, del Hijo y del Espíritu. Cantemos, hermanos, con el corazón encogido en estos aciagos años de convulso rechazo a nuestra amada Iglesia. Cantemos, recordando en nuestro interior que todos somos hijos del Señor y seremos juzgados por Él en el fin de los tiempos.
Rodrigo se tuvo que morder la lengua. Si de él hubiera dependido, Mendizábal hubiera tenido vía libre para expoliar hasta el último de los acres de tierra que aquellos monjes decían estar guardando para la gloria de Dios. Aquellas reliquias se aferraban al pasado y renegaban de la modernidad. Si no querían aceptar los cambios, los sufrirían.
Las primeras palabras, en un pulcro latín, invadieron la sala del coro. Algo a regañadientes, Rodrigo comenzó a cantar junto a sus compañeros. «Y ni una sola muchacha en esta cárcel de piedra». Se sabía la canción, la habían cantado dos o tres veces ya en lo que llevaba en el monasterio. Las notas flotaban a su alrededor, casi interponiéndose entre su acalorada mente y las decenas de hombres, embutidos en las bastas ropas que los identificaban. Cerró los ojos, no quería ni verlos.
«Y tenemos que dormir en jergones, todos apiñados». El pensamiento perdió intensidad tras una sucesión de cambios de tono que le exigió concentrarse ligeramente en modular su voz. La melodía, calmada y tranquila, le atrapó durante dos minutos antes de que su indignada mente reiniciara la avalancha.
«¿Y qué es eso de tener horarios tan estrictos? ¿Por qué no puedo quedarme durmiendo? ¿Por qué…?». La última queja no llegó a formarse. Uno de sus compañeros tenía una voz especialmente envolvente, un potente bajo que hacía que su pecho retumbase. Su tono de tenor pugnó por no ser eclipsado sin perder en ningún momento la perfecta armonía. Las notas le conducían en una danza que reverberaba entre las piedras. Rodrigo cogió aire y retomó el himno con tesón, plasmando sin poder evitarlo toda su alma en aquellas palabras. La suave caricia de la música fue barriendo su enfado poco a poco. La madera bajo sus pies vibraba, imitando a su garganta y a la de sus compañeros. Todo el espacio, protegido de las inclemencias de la naturaleza por las sólidas rocas, resonaba como un mismo ser. El himno terminó. Rodrigo abrió los ojos con una sensación de plenitud que le hizo suspirar.
« ¿Y en qué otro sitio podría cantar a diario?». Rodrigo sonrió, deseando que empezaran los salmos.