Los escaloncillos de madera crujieron bajo sus pies. «Habrase visto, en plena democracia progresista y yo aquí pudriéndome
en esta tumba», refunfuñaba Rodrigo para sí mismo. Se colocó en su lugar, apretándose para que cupieran todos sus
compañeros. «Maldito sea, Padre.
Obligarme a coger el hábito. ¿De qué siglo es usted, del XVI? ¿También va a forzar al
pobre Rafaelito a que se vaya a ultramar a defender lo que nos queda? Por Dios
y por todas sus Vírgenes, que estamos en pleno siglo XIX, que ya hasta tenemos
Constitución», Rodrigo no cabía en sí de frustración. Trató de no menearse
mucho porque no quería llamar la atención. El que llamaba la atención en aquel
sitio comía menos. « ¿Pondrá en nuestra
Constitución algo referente a obligar a un hijo a meterse a cura? Debería. Me
la leeré». El silencio, tras el murmullo de las túnicas, reclamó su
atención. Empezaban.
-Cantemos, hermanos, un himno para ensalzar la figura de Él, del Hijo y
del Espíritu. Cantemos, hermanos, con el corazón encogido en estos aciagos años
de convulso rechazo a nuestra amada Iglesia. Cantemos, recordando en nuestro
interior que todos somos hijos del Señor y seremos juzgados por Él en el fin de
los tiempos.
Rodrigo se tuvo que morder la lengua. Si de él hubiera dependido,
Mendizábal hubiera tenido vía libre para expoliar hasta el último de los acres
de tierra que aquellos monjes decían estar guardando para la gloria de Dios.
Aquellas reliquias se aferraban al pasado y renegaban de la modernidad. Si no
querían aceptar los cambios, los sufrirían.
Las primeras palabras, en un pulcro latín, invadieron la sala del coro.
Algo a regañadientes, Rodrigo comenzó a cantar junto a sus compañeros. «Y ni una sola muchacha en esta cárcel de
piedra». Se sabía la canción, la habían cantado dos o tres veces ya en lo
que llevaba en el monasterio. Las notas flotaban a su alrededor, casi
interponiéndose entre su acalorada mente y las decenas de hombres, embutidos en
las bastas ropas que los identificaban. Cerró los ojos, no quería ni verlos.
«Y tenemos que dormir en jergones,
todos apiñados». El pensamiento perdió intensidad tras una sucesión de
cambios de tono que le exigió concentrarse ligeramente en modular su voz. La
melodía, calmada y tranquila, le atrapó durante dos minutos antes de que su
indignada mente reiniciara la avalancha.
«¿Y qué es eso de tener horarios
tan estrictos? ¿Por qué no puedo quedarme durmiendo? ¿Por qué…?». La última
queja no llegó a formarse. Uno de sus compañeros tenía una voz especialmente
envolvente, un potente bajo que hacía que su pecho retumbase. Su tono de tenor
pugnó por no ser eclipsado sin perder en ningún momento la perfecta armonía. Las
notas le conducían en una danza que reverberaba entre las piedras. Rodrigo cogió
aire y retomó el himno con tesón, plasmando sin poder evitarlo toda su alma en
aquellas palabras. La suave caricia de la música fue barriendo su enfado poco a
poco. La madera bajo sus pies vibraba, imitando a su garganta y a la de sus
compañeros. Todo el espacio, protegido de las inclemencias de la naturaleza por
las sólidas rocas, resonaba como un mismo ser. El himno terminó. Rodrigo abrió
los ojos con una sensación de plenitud que le hizo suspirar.
« ¿Y en qué otro sitio podría
cantar a diario?». Rodrigo sonrió, deseando que empezaran los salmos.