lunes, 6 de marzo de 2017

LA PASIÓN NOS HACE LIBRES


Los escaloncillos de madera crujieron bajo sus pies. «Habrase visto, en plena democracia progresista y yo aquí pudriéndome en esta tumba», refunfuñaba Rodrigo para sí mismo. Se colocó en su lugar, apretándose para que cupieran todos sus compañeros. «Maldito sea, Padre. Obligarme a coger el hábito. ¿De qué siglo es usted, del XVI? ¿También va a forzar al pobre Rafaelito a que se vaya a ultramar a defender lo que nos queda? Por Dios y por todas sus Vírgenes, que estamos en pleno siglo XIX, que ya hasta tenemos Constitución», Rodrigo no cabía en sí de frustración. Trató de no menearse mucho porque no quería llamar la atención. El que llamaba la atención en aquel sitio comía menos. « ¿Pondrá en nuestra Constitución algo referente a obligar a un hijo a meterse a cura? Debería. Me la leeré». El silencio, tras el murmullo de las túnicas, reclamó su atención. Empezaban.
-Cantemos, hermanos, un himno para ensalzar la figura de Él, del Hijo y del Espíritu. Cantemos, hermanos, con el corazón encogido en estos aciagos años de convulso rechazo a nuestra amada Iglesia. Cantemos, recordando en nuestro interior que todos somos hijos del Señor y seremos juzgados por Él en el fin de los tiempos.
Rodrigo se tuvo que morder la lengua. Si de él hubiera dependido, Mendizábal hubiera tenido vía libre para expoliar hasta el último de los acres de tierra que aquellos monjes decían estar guardando para la gloria de Dios. Aquellas reliquias se aferraban al pasado y renegaban de la modernidad. Si no querían aceptar los cambios, los sufrirían.
Las primeras palabras, en un pulcro latín, invadieron la sala del coro. Algo a regañadientes, Rodrigo comenzó a cantar junto a sus compañeros. «Y ni una sola muchacha en esta cárcel de piedra». Se sabía la canción, la habían cantado dos o tres veces ya en lo que llevaba en el monasterio. Las notas flotaban a su alrededor, casi interponiéndose entre su acalorada mente y las decenas de hombres, embutidos en las bastas ropas que los identificaban. Cerró los ojos, no quería ni verlos.
«Y tenemos que dormir en jergones, todos apiñados». El pensamiento perdió intensidad tras una sucesión de cambios de tono que le exigió concentrarse ligeramente en modular su voz. La melodía, calmada y tranquila, le atrapó durante dos minutos antes de que su indignada mente reiniciara la avalancha.
«¿Y qué es eso de tener horarios tan estrictos? ¿Por qué no puedo quedarme durmiendo? ¿Por qué…?». La última queja no llegó a formarse. Uno de sus compañeros tenía una voz especialmente envolvente, un potente bajo que hacía que su pecho retumbase. Su tono de tenor pugnó por no ser eclipsado sin perder en ningún momento la perfecta armonía. Las notas le conducían en una danza que reverberaba entre las piedras. Rodrigo cogió aire y retomó el himno con tesón, plasmando sin poder evitarlo toda su alma en aquellas palabras. La suave caricia de la música fue barriendo su enfado poco a poco. La madera bajo sus pies vibraba, imitando a su garganta y a la de sus compañeros. Todo el espacio, protegido de las inclemencias de la naturaleza por las sólidas rocas, resonaba como un mismo ser. El himno terminó. Rodrigo abrió los ojos con una sensación de plenitud que le hizo suspirar.
« ¿Y en qué otro sitio podría cantar a diario?». Rodrigo sonrió, deseando que empezaran los salmos.