domingo, 18 de octubre de 2020

Donde el río está más hondo, hay menos ruido

 Al menos, esa era la sensación de Tomás mientras remontaba el cauce; la corriente, tranquila como su vida, era apenas imperceptible en la sombra de la quietud arbolada.

Alzó la mano para saludar a una pareja de jóvenes que pasaban haciéndose fotos. Un selfi lo llamaban, no tenía ni idea de por qué; toda la vida se había llamado hacerse una foto, pero ya se sabe, no hay quien entienda a las nuevas generaciones. Los rapaces estaban tan absortos en su tarea que no advirtieron su saludo, así que prosiguió su ascensión.

A medio camino, se cruzó con otro par de buenos mozos que bajaban corriendo de la montaña con unos pequeños morrales a la espalda. Levantó la mano para saludar, pero ya habían pasado de largo antes de que le diera tiempo. ¡Qué prisas! Él nunca había corrido desde que dejó de ser un zagal y los perros le perseguían por molestar a las gallinas. Aunque, ¡quien pudiera volver a tener esa fuerza en las piernas! Hacía tiempo que las suyas eran poco más que un par de bastones que costaba mover a cada paso que daba.

Al llegar a la torrentera, buscó como cada día su piedra favorita, pero estaba ocupada por una pareja con un niño pequeño. Resignado, avanzó hasta la zona de sombra, se descalzó y zambulló los pies en el agua. El masaje de burbujas aliviaba sus doloridas articulaciones, dándole fuerzas para aguantar el peso del resto de la jornada.

El ruido del agua ahogaba todo sonido en derredor. Tomás reflexionó que el joven río tenía tanta fuerza y prisa por bajar de la montaña y crecer que no disfrutaba de lo que ocurría a su paso y era incapaz de alimentar más que a unos pocos matorrales; y sin embargo, cuando alcanzaba la tranquilidad del cauce llano, toda la arboleda bebía de sus aguas, pero no veía más allá de su propia orilla. Ni el joven torrente ni el viejo río podían evitar ser como eran, y sin embargo, ¡cuánto podrían ayudarse y aprender el uno del otro!

El sol ya calentaba cuando Tomás bajó renqueante por la ladera. En la arboleda, la pareja de jóvenes dormitaba al arrullo del agua.


miércoles, 5 de agosto de 2020

Viaje a Brasil

Hace frío en los hospitales, demasiado aire acondicionado. ¿Dónde estarán esas dichosas gafas de ver de cerca? Ah sí, encima del sillón de visitas. ¿Y el libro? Míralo vieja, a los pies de Manuel. ¡Ay Manuel, cómo pasan los años! Cualquier día de estos… ¡y tú aquí, con todos estos tubos, con lo poco que te gustan los hospitales! Bueno, vamos a ver, por donde iba…

Faustina se arrebuja en el chal, se pone las gafas, abre el libro y comienza la lectura en voz alta. Es una guía de viajes sobre Brasil. Nunca ha viajado fuera de España, y sus hijos se la regalaron hace unos meses cuando Manuel y ella cumplieron cuarenta años de casados, junto con dos billetes de avión y los papeles de la agencia de viajes. Un sueño cumplido… hasta que el maldito bicho lo tiró todo por tierra. Pero Faustina es una cabezota: Manuel y ella se iban de viaje, así que todos los días lee en voz alta sobre los puntos de interés planificados para ese día en el itinerario.

“El Cristo Redentor o Cristo del Corcovado es una enorme estatua de Jesús de Nazaret con los brazos abiertos mostrando a la ciudad de Río de Janeiro, Brasil. La estatua tiene una altura de 30,1 metros sobre un pedestal de 8 metros…” ¿Te imaginas, Manuel? ¿Te lo imaginas puesto en Madrid, en Plaza Castilla, en vez del palo ese dorado? La verdad que…

Manuel sigue inconsciente, pero por un breve instante se atisba el guiño fugaz de una sonrisa.

Un día más en la carretera

En el norte hace frío. Flexiono mis dedos agarrotados y dejo que se recuperen al calor del motor. Ha sido una mañana dura de trabajo, y ya no soy tan joven como antes.

Terminada la entrega, hago un gesto de saludo, y arriba otra vez, a la carretera, mi vieja amiga.

Vivimos tiempos difíciles. Me gusta creer que estoy aportando mi granito de arena para que no lo sean tanto para mucha gente.

Muchos me preguntan que cómo lo aguanto, y que si no tengo miedo; otros me dan las gracias por nuestra ayuda y servicio en estos últimos meses de pandemia. La verdad, no he hecho más que mi trabajo, como venía haciendo los últimos veinte años; solo que ahora quizá he dejado de ser invisible.

Tengo solo mis pensamientos como compañeros de viaje. Dialogo con ellos sobre mi familia, mis amigos, y los paisajes que contemplamos. A falta de televisión tengo un buen parabrisas, y no existe libro equiparable a la realidad que pasa ante mis ojos. Soy feliz.

Mientras las horas pasan lentamente junto al espejo retrovisor, veo pasar las bicicletas y las tablas de surf, y sonrío. Un día más en la carretera para que los demás puedan disfrutar de sus vacaciones.


miércoles, 1 de enero de 2020

Navidad de solitarios



La nieve caía tras la ventana. Solamente se podían apreciar los copos que caían más cercanos al cristal o aquellos que invadían a la fría aureola luz de la farola de enfrente. Un chisporroteo de la lumbre me sacó de mis ensoñaciones. Miré a la emperifollada mesa y estudié mi cena. Compré uno de los mejores solomillos del mercado y lo había servido con salsa de vino Oporto, arroz salvaje y verduritas al vapor. Además, puse un plato de jamón ibérico y quesos. Era demasiada comida, pero era Navidad. En realidad creía que había puesto de más a sabiendas de que sobraría, aunque fuera algo inconsciente.
El villancico en versión jazz sonaba desde una esquina y el fuego crujía a su espalda. Para la iluminación, sólo tenía la chimenea, las luces del pequeño arbolillo de navidad y una vela que había encendido en la mesa. Se suponía que debía ser cálido y relajado.
Me comí otro bocado de carne y mastiqué parsimoniosamente. De pronto mi mirada volvió a la silla frente a mí: vacía. Ella ya no estaba. Poco a poco, pero como si se trataran de unas fauces monstruosas, las notas del villancico fueron siendo desplazadas por el ensordecedor silencio. No percibir el olor de su perfume hizo que la comida ya no supiera a nada, que se hiciera una bola entre mis dientes. Su ausencia en la silla palpitó, eclipsando la nieve, las luces del arbolillo, la decoración y toda la parafernalia de la navidad. Sólo se interponía entre el doloroso hueco y yo la inmóvil llama de la vela. Incomprensiblemente molesto, soplé con rabia y la apagué. Farfullé alguna maldición a la condenada idea de poner una vela y machaqué otro trozo de solomillo con el tenedor. No tenía hambre.
Inspiré profundamente para tratar de dejar pasar los malos sentimientos: la tristeza, la desesperación, la rabia, la soledad… Ya me habían enseñado a hacerlo. Ya sabía controlarme… Teóricamente.
Mi mirada buscó involuntariamente las fotos que había en el salón, pero ya no estaban. Las había quitado. Cuando sucedió, las quité todas para no tener que sufrir más.
Pero seguía sufriendo.
Había pasado ya un tiempo. No quería pensar cuánto, aunque una vocecilla en mi interior no dudó un instante en chivármelo. Algo en mi interior seguía llevando la cuenta de los días.
-        No puedes seguir así – me dije, casi avergonzándome de escuchar mi propia voz en aquella apabullante falta de conversación. Para una conversación se necesitaba al menos a otra persona. Y ya no la tenía.
Me saqué el móvil del bolsillo, como antes hacía cada poco tiempo. Pero ella era la que me escribía normalmente. Así que no había ningún mensaje nuevo que poder revisar. Ni siquiera el típico vídeo absurdo de felicitación de la tía o el compañero de trabajo de turno. Ni siquiera un mensaje de publicidad que poder borrar y así desahogarme.
Encendí la televisión y apagué los villancicos, deseando evadirme de aquel lacerante dolor. Fui cambiando de canal, murmurando. Estaba hastiado de noticias, tanto de las típicas de los regalos de los niños como de las típicas desgracias del país. Tampoco quería ver la reposición de la serie de médicos, o de los vecinos insoportables o de la cocina infernal… Volví al capítulo de la cocina infernal y lo dejé unos minutos; pero ni siquiera eso podía aliviar el desconsolado llanto de mi corazón. Lo apagué con un suspiro.
-        Vamos, anímate, que todo va a ir mejorando – volver a escuchar mi propia voz no surtió el efecto que deseaba, casi empeoró mi tristeza, inundándome de autocompasión.
Cuando parecía que mi tortura llegaba a su punto álgido, un sonido desterró el abrumador silencio. Unos golpes en la puerta. ¿Alguien venía a salvarme? Ella seguro que no. Tímido, me dirigí a la puerta y la abrí.
-Por favor, ayúdame, me persiguen los elfos malvados y los gigantes de las nieves.
Era un señor mayor, vestido de Papá Noel, aunque su barba era una rala superficie con los pelos mal afeitados y no era especialmente gordo. Iba sorprendentemente recto y parecía no oler mal. Pero en sus ojos azules podía vislumbrar la desesperación, casi hasta me sentía afortunado al verle. Casi. Lo pensé un segundo y me dije: “es navidad, pobre loco”. Aunque en realidad sentía que al menos aquel desorientado enfermo mental podría salvarme de la soledad. Y parecía tan solitario como yo.
-Pase, buen hombre.
-Soy Nicolás, pero puedes llamarme Papá Noel, Santa Claus o como quieras. Vengo a traerte felicidad… y a esconderme de los elfos malvados y los gigantes de las nieves.
-Claro que sí, Nicolás. ¿Quiere un poco de jamón? – y la silla se llenó inesperadamente de rojo y curiosidad.