Era
una noche como otra cualquiera. Salía de cenar con mis amigas y de tomar una copa. Recorrí el trecho que separaba del bar hasta la estación del metro mientras me despedía de las chicas. Era lo suficientemente pronto como para coger el
último tren y lo suficientemente tarde para que los vagones estuvieran vacíos.
Llegué al andén y vi con resignación el cartel que indicaba que había que
esperar 15 minutos para el último trayecto.
El
frío invernal entraba por el túnel, oscuro y lúgubre, como la boca
de un monstruo que aúlla en silencio. Me arrebujé en mi abrigo y aproveché para
cambiar los tacones por sandalias. El andén estaba vacío desierto.
Las luces titilaban como indicando que el Metro se iba a dormir. Tras quince
minutos, que se hicieron eternos al estar sin batería en el móvil, el tren hizo
su entrada en la estación.
El vagón era de los antiguos, desvencijado y con olor a viejo. Es de los pocos
trenes vetustos que aún circulan, como ancianos orgullosos que recuerdan a los
jóvenes que aún pueden caminar sin ayuda. Me senté y, justo cuando estaban a
punto de cerrarse las puertas, aparecieron tres chicos, que entraron al vagón
en el último momento, salvados por la campana.
Los
chicos eran jóvenes, no llegarían a la treintena. El del medio iba
sujetado por sus dos amigos, con un brazo alrededor de cada uno de sus compañeros,
la cabeza gacha y arrastrando los pies. Entre los tres desprendían un fuerte
olor a alcohol y a sudor. Me pareció extraño ver a alguien tan borracho a la
una de la madrugada. No eran adolescentes con toque de queda.
Los
tres se sentaron en frente de mí, sentando recto a su compañero alcoholizado en
el medio. Al levantarle la cabeza clavó en mí su mirada. Sus ojos eran azules, de
mirada fría, y penetrante. Desvié la mira incómoda. Él no la apartó. Fingí
interés en el mapa de la línea 6 situado sobre la cabeza de los muchachos, pero seguía sin apartar la vista de mí. Volví a cruzar la mirada con él y agaché la
cabeza cohibida.
En
la siguiente estación nadie se subió y el tren volvió a arrancar. Yo me revolvía
nerviosa en mi asiento y él seguía clavando su mirada en mi rostro. Miré a sus
amigos. Cada uno miraba hacia un lado del vagón, sumidos en sus pensamientos,
con cara seria y demacrada. Miré de reojo a mi alrededor como buscando ayuda, aun
sabiendo que el tren estaba vacío.
El
miedo empezó a inundarme. Mi padre siempre me decía que no le gustaba que volviese sola
por la noche y empezaba a entender por qué. Un sudor helado me empezó a
recorrer la nunca. Seguía mirándome con descaro, sin apartar la vista.
Parecía que no parpadeaba, no movía ni un músculo del rostro. Eso era lo que me
daba pánico. No tenía cara de pervertido, no hacía muecas extrañas, no sonreía.
Simplemente clavaba sus ojos azules en mí, atravesándome la piel, con una expresión
indescifrable.
El
miedo me impedía moverme, aunque por otro lado no tenía escapatoria. No sabía
si esperar a que se bajasen o apearme en la siguiente parada. Intentaba ser invisible
ante ese hombre que me traspasaba con la mirada. Me armé de valor para bajarme
en la siguiente estación. Justo cuando estaba a punto de levantarme uno de
ellos hizo ademán de ponerse en pie y me quedé clavada en el asiento. Su compañero
le hizo un gesto y se quedaron los tres en su sitio.
Para
mi alivio, un señor entró en nuestro vagón en ese momento. Un hombre elegante,
perfectamente vestido, de mediana edad, con pelo cano y rostro serio. El hombre
se sentó a mi lado. Una parte de mi estaba aliviada, y la otra parte
seguía muerta de miedo. Pese a la entrada del hombre, el chico de en frente no
había apartado la mirada de mí en ningún momento. Parecía que ni se había dado
cuenta de que alguien más había entrado en el tren.
Empecé
a notar que el hombre sentado a mi izquierda me miraba y miraba a los chicos.
Me miraba y les volvía a mirar. Durante un rato noté como le observaba. Yo ni
me moví. Seguía sentada, como una estatua, tensa, con el cuerpo perlado de
sudor y con el corazón a punto de saltarme del pecho. De repente noté como el
hombre me agarraba del brazo, firme pero con delicadeza. Yo cerré los ojos
mientras una lágrima solitaria me corría por la derecha. El hombre se inclinó y
me dijo al oído:
-En
la siguiente estación bájate conmigo.
Los
segundos hasta la siguiente estación se me hicieron interminables mientras mi
cerebro bullía a toda velocidad. No conocía a aquel hombre pero estaba aterrorizada
ante esa mirada que trataba de desnudarme hasta el alma. Al llegar a la
siguiente estación me intenté levantar pero me fallaron las piernas. El hombre
me agarró del brazo con gentileza y me ayudó a salir. Los tres chicos
parecieron ni se inmutaron ante nuestra ausencia.
Estaba
temblando como una hoja, con el corazón palpitando y me flaqueaban las piernas,
pero aun así conseguí mantenerme de pie. Miré al hombre que me había sacado del
vagón que me miraba con una mezcla de compasión y tristeza. Le miré haciéndole
una muda pregunta: ¿por qué?
El
hombre me rodeó el brazo con los hombros mientras me acompañaba a la salida y
me dijo:
-Te
he sacado del vagón porque, el hombre que te observaba fijamente, estaba muerto.
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