Los
aplausos resonaban estruendosamente a través de las puertas abiertas de par en
par del salón de reuniones. Por el rabillo del ojo, desde mi puesto junto a la
puerta del hotel, pude leer el cartel colocado junto a la entrada: “X Jornadas
de Solidaridad y Cooperación al Desarrollo”. Cientos de hombres y mujeres
apasionados reunidos por una causa justa.
Uno
tras otro, los diferentes ponentes iban subiendo al estrado. Palabra tras
palabra, frase tras frase, componían certeros discursos que buscaban inflamar
el corazón de los que les escuchaban. Injusticia, desigualdad, solidaridad… No
recuerdo cuántas veces pude escuchar esas palabras a lo largo de la tarde.
Mientras
las disertaciones dentro de la sala se sucedían, apareció Vasili. Como siempre,
dobló la esquina y, caminando trabajosamente, se acercó hasta quedarse a un
lado de la puerta principal. No muy cerca de la zona iluminada, que tampoco era
cuestión de llamar la atención.
Vasili
me caía bien. Chapurreando español, me había conseguido explicar (a lo largo de
numerosas tardes de enmarañada conversación) los distintos avatares acontecidos
a lo largo de su vida. Vasili era una buena persona, pero la fortuna no le
había sonreído.
Con
un último y vibrante aplauso, la reunión concluyó. Una tras otra, las
diferentes personalidades fueron desfilando frente a mí para abandonar el
hotel. En parejas o por grupos, charlaban animadamente sobre las conclusiones
alcanzadas y las excitantes medidas propuestas para terminar con la injusticia
y la desigualdad.
Una
tras otra, las diferentes personalidades desfilaron frente a Vasili sin
siquiera mirarle.
Salvo
una. Quizá por la artrosis, por los problemas de próstata que habían
desembocado en una inevitable visita a los lavabos, o simplemente porque era
demasiado mayor como para andar con prisa, aquel hombre anciano salió el
último. Al salir, reparó en la figura de Vasili al borde del círculo de luz.
Con
una media sonrisa se acercó a él y, no sin esfuerzo, se agachó a su lado. No
alcancé a oír lo que le decía, pero consiguió que Vasili sonriera primero y
soltara una carcajada después. Dándole unas palmaditas en el hombro de su
abrigo andrajoso, castigado por las numerosas noches durmiendo a la intemperie,
el hombre anciano se volvió a incorporar y, lentamente, desapareció tras la
esquina.
Aquella
noche al irme a dormir pensé que, mientras hubiera personas así en las
reuniones importantes, el mundo tendría esperanza.