lunes, 21 de octubre de 2019

MIENTRAS HAYA UNO...


Los aplausos resonaban estruendosamente a través de las puertas abiertas de par en par del salón de reuniones. Por el rabillo del ojo, desde mi puesto junto a la puerta del hotel, pude leer el cartel colocado junto a la entrada: “X Jornadas de Solidaridad y Cooperación al Desarrollo”. Cientos de hombres y mujeres apasionados reunidos por una causa justa.

Uno tras otro, los diferentes ponentes iban subiendo al estrado. Palabra tras palabra, frase tras frase, componían certeros discursos que buscaban inflamar el corazón de los que les escuchaban. Injusticia, desigualdad, solidaridad… No recuerdo cuántas veces pude escuchar esas palabras a lo largo de la tarde.

Mientras las disertaciones dentro de la sala se sucedían, apareció Vasili. Como siempre, dobló la esquina y, caminando trabajosamente, se acercó hasta quedarse a un lado de la puerta principal. No muy cerca de la zona iluminada, que tampoco era cuestión de llamar la atención.

Vasili me caía bien. Chapurreando español, me había conseguido explicar (a lo largo de numerosas tardes de enmarañada conversación) los distintos avatares acontecidos a lo largo de su vida. Vasili era una buena persona, pero la fortuna no le había sonreído.

Con un último y vibrante aplauso, la reunión concluyó. Una tras otra, las diferentes personalidades fueron desfilando frente a mí para abandonar el hotel. En parejas o por grupos, charlaban animadamente sobre las conclusiones alcanzadas y las excitantes medidas propuestas para terminar con la injusticia y la desigualdad.

Una tras otra, las diferentes personalidades desfilaron frente a Vasili sin siquiera mirarle.

Salvo una. Quizá por la artrosis, por los problemas de próstata que habían desembocado en una inevitable visita a los lavabos, o simplemente porque era demasiado mayor como para andar con prisa, aquel hombre anciano salió el último. Al salir, reparó en la figura de Vasili al borde del círculo de luz.

Con una media sonrisa se acercó a él y, no sin esfuerzo, se agachó a su lado. No alcancé a oír lo que le decía, pero consiguió que Vasili sonriera primero y soltara una carcajada después. Dándole unas palmaditas en el hombro de su abrigo andrajoso, castigado por las numerosas noches durmiendo a la intemperie, el hombre anciano se volvió a incorporar y, lentamente, desapareció tras la esquina.

Aquella noche al irme a dormir pensé que, mientras hubiera personas así en las reuniones importantes, el mundo tendría esperanza.

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